Desperté esta mañana con la noticia del suicidio del Inca Valero, un día después de haber asesinado a su esposa. No quise leer mucho para no caer en el morbo de enterarme de los detalles, pero llegó la hora del café de la mañana y uno de mis amigos corre a contarme la teoría de que fue un suicidio.
Los rumores abundan por acá y por allá, máxime dado la identificación del Inca Valero con el chavismo. El pana me dice que García Carneiro y el canciller Nicolás Maduro habrían servido de aval para impedir su ida a la carcel por medio matar a su esposa y amenazar al personal del hospital de Mérida hace mes y medio. Pero más que los detalles, nos toca reflexionar sobre la tragedia ocurrida con el Inca Valero y su esposa; víctimas, sin duda, de una sociedad que en el papel reconoce la igualdad de género y tiene leyes de avanzada para proteger a las mujeres, pero falla en darnos educación y valentía para decir basta ya a la violencia.
Eran unos niños; 28 él, 24 ella. Viniendo en un ambiente de pobreza económica y educativa y de hogar, qué podían saber ellos de los valores sobre los que opera el amor verdadero, del respecto a la pareja, de que hay una forma de resolver los problemas sin llegar a los puños, de que el poder mío sobre el otro no es amor. De alguna manera -seguramente aprendida en la familia y quienes los rodeaban- quedaron atrapados en esta maraña de violencia, arrepentimiento y más violencia, sazonada con una buena dosis de alcohol y drogas. Añándale a esto dinero, fama repentina y una corte de sanguijuelas alrededor diciéndoles cuán poderosos e importantes son, y tenemos la receta perfecta para una tragedia: Mike Tyson, Carlos Monzón, Maradona son algunos de los nombres que me vienen a la cabeza...
Que era Chavista, creo que eso no tiene importancia. Si alguna lección debemos aprender de esta situación son las consecuencias de la violencia familiar, independientemente del color político...
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